“Lejos de circunscribirse a las relaciones interpersonales, la seducción se ha convertido en el proceso general que tiende a regular el consumo, las organizaciones, la información, la educación, las costumbres.”

Gilles Lipovetsky. La era del vacío.

21 abr 2011

Friedrich Nietzsche (1844-1900)

Su pensamiento puede dividirse en 4 etapas, pero no deben entenderse como períodos
separados y sin relación: frente a esto, como han señalado algunos intérpretes, hay una
absoluta continuidad en el desarrollo de las ideas de Nietzsche. En cierta forma, lo que hace
Nietzsche en toda su filosofía es extraer las consecuencias filosóficas de la semilla que
sembrara en El nacimiento de la tragedia. Veamos cuáles son los periodos más importantes
del pensamiento nietzscheano:

1. Periodo romántico: la filosofía de la noche. Coincide con su estancia como docente
en Basilea y con la publicación de El nacimiento de la tragedia (1871). Se nota de un
modo muy marcado la influencia de Wagner y de Schopenhauer, cuya filosofía le
cautivó ya en su juventud. Durante estos primeros años estudia con profundidad el
pensamiento de los presocráticos. Sócrates es el objetivo constante de su crítica, y lo
dionisíaco aparece una y otra vez como trasfondo de su pensamiento. A esta misma
época pertenecen las Consideraciones intempestivas.
2. Período ilustrado: la filosofía de la mañana. Comienza con sus viajes, y aunque
aparentemente trata de romper con su pensamiento anterior (sobre todo respecto a
Wagner y Schopenhauer) continúa con una auténtica inversión del pensamiento
tradicional, tomando como referencia a Voltaire y a otros ilustrados franceses.
Desprecia la metafísica, la religión y el arte, y emerge a figura del “hombre libre”. A
esta etapa pertenecen Humano, demasiado humano (1978), Aurora (1881) y La gaya
ciencia (1882).
3. Zaratustra como el nuevo profeta: la filosofía del mediodía. En este período la
filosofía nietzscheana alcanza su madurez y esplendor. La obra fundamental, aquella
en la que nos presenta a Zaratustra, su nuevo profeta que será símbolo del
superhombre: Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie (1883-1884).
Zaratustra representará también a Dioniso, y será el encargado de anunciar la muerte
de Dios.
4. Período crítico: la filosofía del atardecer. Esta vez el punto de mira de la crítica
nietzscheana se fijará en toda la civilización occidental, particularmente en algunos de
sus productos culturales: la religión, la filosofía y la moral, pero también la ciencia. Se
recupera el carácter del segundo período, pero de un modo más agresivo, obsesionado
por denunciar el nihilismo y la decadencia occidentales. Nietzsche es ahora el
“filósofo a martillazos”, cuya crítica radical y visceral campa a sus anchas por obras
como Más allá del bien y del mal (1886), La genealogía de la moral (1887),
Crepúsculo de los ídolos (1889), El anticristo (1888) y Ecce homo (1888). Después de
estas obras continuará plasmando sus ideas en aforismos que serán recogidos después
en la obra La voluntad de poder (publicada póstumamente en 1901).


La voluntad de poder
Para Nietzsche la vida es voluntad de poder, voluntad de ser más, de expandirse y de
afirmarse. Tratar de encontrar una definición de este concepto en las obras nietzscheanas es
imposible: lo que sí aparecen son distintas caracterizaciones. No debe confundirse con la
simple voluntad humana, o con el concepto que utiliza Schopenhauer. Es voluntad de vivir, es vida en sí misma, tratando de imponerse y extenderse, de realizar todos sus deseos, mostrando
su fuerza creadora. Si interpretamos esto desde la metáfora de la vida como obra de arte que
aparece en El nacimiento de la tragedia, podríamos concluir diciendo que es voluntad de
crear. Esta voluntad es una amalgama de fuerzas: deseos, instintos, pasiones, impulsos que
llevan al hombre a imponerse sobre los demás, a dominar su entorno, a realizar su voluntad.
La interpretación adecuada, por tanto, debe escapar de la pura biología (no se ejemplifica la
voluntad de poder en una especie que se impone sobre otra), pero también de la política y las
tesis racistas: “Yo soy lo que tiene que superarse a sí mismo”. La voluntad de poder tiene una
dimensión individual, que impide cualquier interpretación de las anteriormente citadas: no es
la dominación de un pueblo sobre otro, ni la mera victoria en cualquier terreno. Es una
voluntad creadora de valores, que despliega toda la fuerza (no entendida pobremente en un
sentido físico) y capacidades del individuo. Todo es, para Nietzsche voluntad de poder,
concepto que se termina convirtiendo en una de las claves interpretativas de su visión de la
naturaleza. El mundo es voluntad de poder, vida desbordada y desbordándose
permanentemente, en pugna por expandirse más y más. Pero además, la naturaleza aparece
asociada a otro concepto central de la filosofía nietzscheana: el eterno retorno.
El eterno retorno
Inspirándose en la mitología griega y en los presocráticos, la idea clave del eterno retorno es
la repetición, el ciclo que se ejecuta una y otra vez, sin que nada apunte hacia un estado final,
o sin que haya posibilidad a ningún tipo de progreso o evolución lineal. La teleología
aristotélica, el mundo platónico de Ideas o el cielo prometido por los cristianos son creaciones
conceptuales absurdas: “Si el Universo tuviese una finalidad, ésta debería haberse alcanzado
ya. Y si existiese para él un estado final, también debería haberse alcanzado.” El eterno
retorno incluye de este modo connotaciones materialistas, con una clara consecuencia
temporal: no existe más que el presente, el aquí y ahora, el mundo que vivimos hoy. El pasado
ya fue y el futuro no existe, por lo que el hombre debe ser fiel al presente que vive, única
realidad que podemos vivir realmente. Un presente eternamente repetido, una tierra con
procesos que comienzan y terminan sin cesar: éste es el eterno retorno, que nos invita a
permanecer fieles a nuestro tiempo, “fieles a la tierra”: “¡Yo os conjuro, hermanos míos,
permaneced fieles a la tierra, y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales!
Son envenenadores, lo sepan o no.”
Pero Nietzsche va más allá del significado puramente cosmológico. El eterno retorno se
termina convirtiendo en valor: es el camino para afirmar la vida, es la expresión de la
voluntad de poder que se libera del lastre del pasado y del temor respecto al futuro. El eterno
retorno es el lugar y el tiempo propio de la voluntad de poder. Zaratustra se convierte en el
profeta de esta nueva concepción, que eleva la visión griega de la naturaleza a la categoría de
valor moral. Aprecia Nietzsche dos aspectos de esta idea:
1. La inocencia y la carencia de sentido del cambio, fijándose especialmente en los
fragmentos heraclíteos. El cambio es sólo eso: cambio, sin más valoraciones morales o
metafísicas que realizar al respecto.
2. La afirmación de la vida que se contrapone a toda clase de pesimismo. El eterno
retorno nos garantiza que hay sólo una realidad (la presente) y que no hay un
desarrollo hacia “otro” mundo, sea esto interpretado en un sentido religioso (el cielo
cristiano) o político (una utopía o una sociedad mejor que construir). Como
consecuencia de esto, todo es bueno y justificable, puesto que todo se repite. El mundo
es giro, juego, la danza del mundo alrededor de sí mismo.
El eterno retorno es un reflejo del deseo de eternidad del presente, de la voluntad de que todo
permanezca. Es el sí infinito, eterno y absoluto al presente vivido, a la vida misma y a la existencia. Para que esta idea penetre en la sociedad y llegue al hombre es necesaria avanzar
hacia el siguiente concepto: la transmutación de los valores.


El superhombre
El superhombre es la encarnación de todos los valores nietzscheanos: sería aquella persona
que vive según su voluntad de poder, asumiendo también el eterno retorno y la transmutación
de los valores. Es el “nuevo hombre” que debe sustituir al “último hombre”, y que es
anunciado por Zaratustra. El superhombre es producto del eterno retorno, y recupera la
inocencia del hombre primitivo que puede encontrarse en los presocráticos. No vive
apesadumbrado por tantos y tastos siglos de filosofía, reflexión, religión, ciencia... Juega con
la vida, tal y como presenta Nietzsche al superhombre en sus famosas tres transformaciones:
1. El camello: es aquella persona humilde y sumisa, que vive pendiente de obedecer. El
camello sufre una pesada carga: la moral y la religión le convierten en un esclavo que
vive pendiente de las normas (¡Tú debes!).
2. El león: podría representarse por el espíritu ilustrado. El ser humano se revela (¡Yo
quiero!) y se emancipa de la religión. Trata de romper con los valores tradicionales de
la religión, pero vive anclado a la moral, una moral que va en contra de la vida, y
elimina su libertad.
3. El niño: ejemplo perfecto del superhombre, el niño imagina, crea, inventa, juega con
la vida. Es el verdadero creador de valores. El niño se libra de la “seriedad” y del
“rigor” racionalista del león, y convierte la inconsciencia y la inocencia en su mejor
virtud: “Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se
mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí.” El niño crea valores,
vive fiel a la tierra, y asume el eterno retorno como una más de las reglas de la vida. El
niño ama la vida, la vive sin pensar sobre ella.
El superhombre aglutina todos los conceptos anteriormente explicados. Es el mensaje
nietzscheano condensado en una sola figura, en un solo modelo de hombre. Nietzsche se
refiere una y otra vez a uno de los fragmentos de Heráclito: “El tiempo es un niño que mueve
las piezas del juego: ¡gobierno de un niño!”. El superhombre es la aparición natural que sigue
a la muerte de Dios. Aunque esta expresión tiene precedentes, en Nietzsche adquiere un
nuevo significado: es la desaparición absoluta de Dios, que es la negación de la vida. El que
sirve a Dios o vive pensando en él, niega la vida, deja de vivirla. Por eso el superhombre es
aquel capaz de superar la destrucción de Dios, el hundimiento del cristianismo, que será uno
de los temas característicos de la crítica nietzscheana a la civilización occidental.